El tiempo por Tutiempo.net
El tiempo por Tutiempo.net

La Madre y el Hijo en el misterio de la Navidad / Por Mons Dávila

Vuelve de nuevo la fiesta de la Navidad a visitarnos con sus recuerdos santos, con sus añoranzas dulcísimas. En esta noche, buena por excelencia, los cielos destilan miel de dulzura y la tierra se estremece con una alegría que ha durado veinte siglos, que estalla en villancicos ingenuos, y en risas infantiles, y en una ternura que humedece los ojos y se adentra en el corazón.

Por: Pedro Fierro Serna 25 Diciembre 2018 11:43

 

Vuelve de nuevo la fiesta de la Navidad a visitarnos con sus recuerdos santos, con sus añoranzas dulcísimas. En esta noche, buena por excelencia, los cielos destilan miel de dulzura y la tierra se estremece con una alegría que ha durado veinte siglos, que estalla en villancicos ingenuos, y en risas infantiles, y en una ternura que humedece los ojos y se adentra en el corazón.

Pero no solamente debemos alegrarnos en esta fiesta; es preciso sacar de este misterio una lección que alimente nuestra piedad. Misma que nos inspira al contemplar a la Santísima Virgen llevando por primera vez en sus brazos al Niño Jesús.

El arte cristiano, la iconografía religiosa, no suele presentar a la Santísima Virgen sola; lo hace únicamente en el misterio de su Concepción Inmaculada, antes de ser Madre de Dios, y también en el misterio de su Soledad, cuando después de la Ascensión de su Hijo a los cielos se quedó sola sobre la tierra.

De ordinario, la representan con Jesús. Ya que, el misterio de la Maternidad de María es el misterio central de su vida: ¿y cómo no representar a una madre si no es con su hijo?

Hay dos cosas que jamás comprenderemos sobre la tierra: es, en primer lugar, el misterio de su dolor, cuando en sus brazos tuvo a su Hijo muerto y en su llagas abiertas leyó el drama de su pasión.

El otro misterio que no comprendemos, es el de su júbilo santo, el de esa alegría inenarrable que experimentó María cuando por primera vez estrechó contra su corazón a su Hijo recién nacido.

Esto es realmente inefable: ¡estrechar en su corazón al que era su Hijo y al que era su Dios, y amarlo con un amor que no tiene semejante en el cielo y en la tierra, fuera de aquel amor con que el Padre ama su Hijo!

Para darnos alguna idea de esto, recordemos que Dios es Creador de todas las cosas, que con su brazo omnipotente sacó a todas las criaturas de la nada. Pero no solamente las hizo salir de ese abismo, sino que las mantiene en el ser con la fuerza de su brazo todopoderoso. Si Dios lo retirara, todas las criaturas volverían a la nada. Esto quiere decir que todos vivimos en los brazos de Dios.

Si comprendiéramos esta verdad ¿qué podría intranquilizarnos? ¿Qué puede temer un niño en los brazos de su madre? Allí está seguro, allí ningún peligro le alcanza, por eso se adormece con ese sueño lleno de paz. Lo mismo nos pasaría a nosotros si tuviéramos fe.

¿Qué somos para Dios, aunque este llena de canas nuestra cabeza, sino unos simple niños de un día? ¿Qué son mil años ante Dios, sino un día que ya pasó? Como dice la Escritura. ¿Cuál es nuestra edad ante el Señor que es eterno?

Somos niños para Dios y el misterio de la infancia espiritual no es solamente el rasgo de una espiritualidad, es el fondo mismo del Cristianismo; el misterio de nuestra filiación adoptiva es el misterio de la infancia espiritual.

Somos niños para Dios, y como niños debemos lanzarnos a sus brazos, y como niños debemos sentirnos seguros en su regazo, porque nos ama más que todos los padres de la tierra y con la ternura de todas las madres del mundo.

Si tuviéramos un poco de fe, ¿qué podría inquietarnos, qué temor podría atormentar nuestro corazón? En el regazo de Dios deberíamos vivir seguros y en paz.

Pero si es inefable vivir en los brazos de Dios. ¿no es verdaderamente algo inaudito que Dios haya querido invertir los papeles y que no solamente lleve El en sus brazos omnipotentes a todo el universo, sino que una de sus criaturas lo lleve también en sus brazos?

Para eso se hizo pequeño, por eso nació en Belén. Así fue como experimentó María, en esa primera Nochebuena, la dicha de llevar en su brazos al Omnipotente, de estrechar contra su corazón al Inmenso, de amar con un amor maternal al que era su Dios.

Dicha inefable que nosotros jamás comprenderemos sobre la tierra. Pero dicha que, con todo y ser única, quiso Dios que de alguna manera pudiéramos participar.

Vivimos en los brazos de Dios, de ellos no podemos escaparnos por suerte nuestra; pero también respecto de nosotros ha querido invertir los papeles y se ha hecho tan pequeño que nosotros también podemos llevarlo en nuestros brazos.

Para eso se hizo más pequeño que en Belén y se escondió en la Hostia Santa. Cada día, cuando lo recibimos en la Sagrada Comunión, se reproduce en nosotros la alegría de Belén, se renueva la alegría del Corazón de la Virgen cuando estrechó por primera vez a su Hijo en su regazo.

También nosotros lo llevamos en nuestros brazos, también lo escondemos en el regazo de nuestro corazón, también tenemos la dicha de estrecharlo con un amor que es un reflejo del amor de María.

Llevar en los brazos al Omnipotente, estrechar contra nuestro corazón al Inmenso, amar con un amor incomparable al que sólo debiéramos respetar como nuestro Dios, acaso ¿no es una dicha inefable y un trasunto de Belén?

Por último. Tal es la alegría de la Navidad. Por eso en esta Nochebuena, en que tenemos la dicha de recibir a Nuestro Señor por la sagrada Comunión en nuestro corazón, como María, podremos cantar a coro con los Angeles: “¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!”.

 

Sinceramente en Cristo

Mons. Martín Dávila Gándara

 

Obispo en Misiones

Sus comentarios a obmdavila@yahoo.com.mx

 


Las Más Leídas